La guerra más larga en la historia de Estados Unidos ha terminado en una abyecta vergüenza y humillación para el imperialismo estadounidense. Veinte años después de la invasión de Afganistán, la fuerza militar más poderosa que el mundo haya conocido ha sido derrotada por completo a manos de una banda de primitivos fanáticos religiosos. La caída de Kabul marcó el final de un bombardeo de siete días en el que las fuerzas talibanes se apoderaron de un área que comprendía más de la mitad del país, incluidas sus ciudades más pobladas. Ahora controlan todos los distritos del país. Sin embargo, no hace mucho tiempo, el presidente estadounidense Joe Biden aseguró a todos que los talibanes no tomarían Kabul; ni tomarían el control de todo el país; que habría un gobierno de reconciliación nacional según lo acordado con los talibanes, etc., etc.
Hace un mes, dijo con seguridad que: “Es muy poco probable que los talibanes se apoderen de todo y se adueñen del conjunto del país. Proporcionamos a nuestros socios afganos todas las herramientas; permítanme enfatizar todas las herramientas, incluido el entrenamiento y equipamiento de cualquier ejército moderno”.
Ahora todas estas promesas han quedado al descubierto como simple fanfarronería. Las tropas estadounidenses ni siquiera habían terminado su retirada planificada, cuando los talibanes se abalanzaron como un tigre al acecho. La velocidad de su asalto provocó el pánico en el ya caótico gobierno de Kabul.
Según funcionarios estadounidenses, se suponía que el régimen afgano, su ejército y su policía tomarían el control del país cuando Estados Unidos se retirara. Pero el régimen desapareció de la vista. El ejército afgano, entrenado y armado por el ejército estadounidense y con 300.000 soldados, se desvaneció frente a los islamistas que estaban equipados con el armamento más simple, y que incluso según las estimaciones más generosas comprenden a no más de 75.000 combatientes a tiempo completo.
En la última semana, ha habido un fuerte contraste entre la valiente fraseología de los comandantes del ejército y de los políticos, quienes prometieron luchar hasta el amargo final, y su completo y traicionero fracaso a la hora de oponer resistencia cuando llegó el momento de hacerlo. En una ciudad tras otra, las mismas personas que se habían estado golpeando el pecho solo unos días antes, entregaron el poder a los talibanes y escaparon del país o, en algunos casos, cambiaron de bando y ofrecieron sus servicios al nuevo régimen.
El ejército afgano descendió rápidamente a un estado de disolución. Ciudad tras ciudad cayeron cuando los soldados del gobierno se rindieron en masa, entregando sus armas a los talibanes a cambio de dinero en efectivo.
Cuando el frente se acercaba a Kabul, el gobierno anunció que negociaría una transferencia pacífica del poder, que garantizaría los derechos básicos de los afganos. El presidente Ashraf Ghani incluso anunció que se había llegado a un acuerdo para formar un gobierno de transición compuesto por representantes de los talibanes y del antiguo régimen.
Antes de que se anunciaran los detalles de dicho acuerdo, llegaron noticias de que Ghani había huido del país. El régimen corrupto y reaccionario de Ashraf Ghani se derrumbó como un castillo de naipes. Ghani hizo una última transmisión de televisión a su nación, instándola a luchar hasta el último suspiro, luego empacó sus maletas rápidamente y huyó en un avión privado a Tayikistán, donde puede estar seguro de un exilio cómodo, mientras su pueblo se enfrenta una vez más a todas las delicias del gobierno de los talibanes.
El mismo patrón de comportamiento se observó en todo el país. Mientras las masas eran adormecidas con una falsa sensación de seguridad mediante declaraciones oficiales, se llegaban a acuerdos tras bambalinas entre funcionarios del antiguo régimen y los talibanes. Algunos han especulado con que los imperialistas estadounidenses también participaron en tales acuerdos hacia el final, en un ejercicio para salvar la cara y asegurar una salida incruenta de Kabul para evitar una humillación aún mayor.
Mientras Ghani y sus cohortes estaban ocupados cuidando de sí mismos, enjambres de combatientes talibanes descendieron sobre la capital sin ninguna resistencia. Ahora las masas afganas, que han sufrido tanto a manos del imperialismo estadounidense, se están preparando para el regreso del gobierno teocrático. El regreso de los fundamentalistas islámicos sembró el terror en los corazones del pueblo afgano. Cuando las fuerzas insurgentes se acercaron a Kabul, el pánico estalló en la capital.
Mientras que los trabajadores, los pobres, las mujeres y todos los demás que sufrieron a manos de los talibanes quedaron abandonados a su suerte, los ricos estaban ocupados salvándose a sí mismos. Se vio a decenas de miembros de la élite huyendo del país. Otros cambiaron de bando y se unieron a los talibanes. Según los informes, el ministro de Defensa Bismillah Mohammadi huyó a los Emiratos Árabes Unidos con sus hijos. Humayun Humayun, el ex vicepresidente y anteriormente un aliado cercano de Ghani, dijo que fue nombrado jefe de policía de Kabul por los talibanes.
En las horas en que Kabul estaba cayendo, una delegación que incluía a señores de la guerra y empresarios del norte del país, que era la base más fuerte del antiguo régimen, fueron vistos en un viaje a Pakistán, el principal patrocinador financiero de los talibanes. Presumiblemente, el propósito de su visita era negociar su papel futuro dentro del nuevo orden. Todo esto ocurría mientras que los pobres y oprimidos se veían obligados a valerse por sí mismos.
A pesar de las proclamaciones oficiales de los talibanes de que respetarán los derechos de las mujeres y concederán amnistía a todos aquellos que no se resistan, están surgiendo informes sobre el asesinato de intelectuales y mujeres. Ayer, en Herat, se impidió el paso de las estudiantes hacia la universidad, y se le dijo a las empleadas de los bancos que se fueran a su casa. En Kandahar, se recibieron informes de registros puerta a puerta de periodistas que habían trabajado con medios extranjeros. En los próximos días y semanas, este terror continuará mientras los talibanes intentan consolidar su dominio.
Los portavoces públicos de los talibanes están haciendo una demostración de dulce sensatez por el bien de las cámaras de televisión. “No somos los mismos de antes”, dicen. «Hemos aprendido muchas lecciones». Y así sucesivamente. Pero no se puede atribuir absolutamente ninguna credibilidad a estas declaraciones. Su único propósito es calmar los nervios de la «comunidad internacional» y, de ese modo, esperan reducir el peligro de una intervención militar extranjera.
Sin embargo, la renovada intervención extranjera es una perspectiva lejana. Joe Biden ha tomado su decisión y no hay vuelta atrás. Sus oponentes políticos aprovecharán la oportunidad para ensuciar su nombre como «el hombre que traicionó a los afganos». Protestó en vano que fue su predecesor, Donald Trump, quien tomó la fatídica decisión de retirar las tropas estadounidenses de Afganistán.
Eso no satisfará a nadie. En cualquier caso, no cambia nada, ya que ni los Republicanos ni nadie más están proponiendo seriamente una nueva intervención militar. Es cierto que en el transcurso de una semana, el número de tropas estadounidenses desplegadas en Afganistán aumentó de mil a tres, luego a cinco mil y luego a seis mil.
Pero la única intención de enviar tropas a Kabul no es luchar contra los talibanes, sino facilitar la evacuación de hasta 20.000 ciudadanos y personal estadounidenses atrapados en Kabul. Pero incluso eso ha resultado complicado. A medida que avanza la semana, ha quedado claro que Estados Unidos no va a hacer mucho por la mayoría de los que pueden ser el blanco de la represión de los talibanes.
Miles de afganos acudieron a los servicios consulares de Estados Unidos para obtener una visa y un vuelo fuera del país; sin duda, para la gran mayoría, el esfuerzo resultó en vano. Desde el sábado, el aeropuerto de Kabul se inundó de personas desesperadas que intentaban abandonar el país en el último minuto antes de que los talibanes tomaran el control.
Otros intentaron irse en automóvil, lo que provocó un atasco y un estancamiento total del tráfico en la ciudad. Los talibanes dijeron que permitirían a la gente salir de Kabul, pero ¿adónde pueden ir y estar a salvo? La idea insinuada por la Administración estadounidense, de que los talibanes pueden ser manejados de alguna manera a través de la negociación, ya ha demostrado ser una ilusión irremediablemente ingenua.
En medio de escenas de caos y pánico en el Aeropuerto Internacional, miles de afganos desesperados intentaron huir antes de que Estados Unidos terminara de evacuar a todo su personal civil y militar. En ese momento, sus «amigos» y «aliados» afganos fueron abandonados a su suerte en un acto de cínica traición y cobardía.
Esto era precisamente lo que se suponía que no iba a pasar. Se suponía que la retirada estadounidense de Afganistán sería un asunto ordenado. Según Biden, no se repetiría la evacuación estadounidense de Saigón en 1975, esa humillante debacle que marcó el final de la guerra de Vietnam:
“Los talibanes no son el ejército de Vietnam del Norte. No lo son, no son ni remotamente comparables en términos de capacidad. No habrá ninguna circunstancia en la que veas a gente subirse al techo de una embajada en los Estados Unidos en Afganistán. No es en absoluto comparable»
De hecho, lo que estamos viendo es precisamente una acción repetida del escenario de Saigón, hasta las escenas de helicópteros militares que transportaban a personas fuera de la embajada de Estados Unidos. En todo caso, sin embargo, el escenario actual es peor. El desorden es tal que, en la mayoría de los casos, los talibanes marchaban de un distrito a otro prácticamente sin oposición.
Hace solo unos meses, cuando anunció la retirada de Estados Unidos de Afganistán, Biden prometió que garantizaría la supervivencia del régimen afgano, que evitaría completamente el resurgimiento de un gobierno islamista y que protegería los derechos de las mujeres. Lograría esto, de alguna manera, mientras las tropas fueran trasladadas a una distancia segura. Pero rápidamente quedó claro que Estados Unidos apenas podía garantizar la seguridad de su propio personal, y mucho menos la seguridad del pueblo afgano.
Incluso muchos de los que tenían los medios económicos para conseguir billetes aéreos y marcharse al extranjero no podían abordar sus aviones. El ejército estadounidense había cerrado el aeropuerto de Kabul para dar paso a sus propios vuelos. Por supuesto, este fue el destino de las pocas personas acomodadas y de clase media que existen. La mayoría de los afganos ni siquiera puede pagar un viaje en taxi al aeropuerto. Para ellos, hay poco que hacer ahora, excepto esperar y prepararse para soportar nuevos y más insoportables niveles de dificultades.
Finalmente, las grandes multitudes que se reunieron en el aeropuerto desde que los talibanes tomaron el control de la capital, se apoderaron de las pistas de aterrizaje en un intento desesperado por escapar del país. Ahora sabían que sus vidas estaban en peligro por el mero hecho de que los vieran regresar a casa desde el aeropuerto. Pero en lugar de darles la bienvenida, según los informes, las fuerzas estadounidenses dispararon al aire para dispersar a las multitudes de personas que intentaban entrar por la fuerza en los aviones. El lunes, dos hombres murieron a manos de soldados estadounidenses, mientras se informó que tres murieron después de caer desde la parte inferior de un avión al que habían intentado aferrarse poco después del despegue. Esta es una medida de cómo el imperialismo estadounidense ve a sus «aliados»: son carne de cañón siempre que sean útiles. Luego son descartados como basura incómoda una vez que han dejado de ser útiles.
¿Cómo ganaron los talibanes?
El gobierno de Biden se apresuró a señalar con el dedo al pueblo afgano y le pidió que «luchara por sí mismo». Pero su gestión de la retirada de Estados Unidos inclinó enormemente la correlación de fuerzas a favor de los talibanes. Al poner una fecha para la retirada completa de Estados Unidos con meses de anticipación, dio luz verde a los talibanes para atacar, igual que les dio todo el tiempo que necesitaban para preparar su ofensiva final.
Pero la traición fue mucho más profunda que esto. En las negociaciones de febrero, Estados Unidos cedió a todas y cada una de las demandas que les presentaron los talibanes, sin obtener ninguna concesión a cambio. En sí mismo, esto sirvió para levantar la moral de los islamistas, al tiempo que envió una clara señal al ejército afgano de que Estados Unidos los estaba abandonando. Se puso en marcha un efecto dominó en el que los comandantes y políticos afganos se apresuraron a hacer tratos con los talibanes.
Luego, a pesar de varias advertencias del Pentágono, Biden no aceleró los planes de retirada de Estados Unidos, imaginando que faltaban meses para que el conflicto llegara a su fin. Esto magnificó aún más la sensación de caos y desorden, en beneficio de los yihadistas. A cada paso, la incompetencia y falta de preparación de Estados Unidos, y su voluntad de ceder a cualquier demanda de los talibanes, aceleró la rápida desintegración del ejército afgano y del aparato estatal.
El Estado afgano siempre fue una mera marioneta del imperialismo estadounidense. Fue una herramienta de la ocupación estadounidense de Afganistán, que ha costado cientos de miles de vidas y ha causado una miseria y sufrimiento inconmensurables a las masas. Por tanto, era un aparato represivo totalmente odiado. Estaba compuesto por los oportunistas más reaccionarios que venderían voluntariamente su país por el precio que se les pidiera: una coalición de antiguos tecnócratas expatriados, caudillos y jefes locales para quienes el régimen y el Estado eran poco más que un medio de enriquecimiento personal. Bajo su gobierno, la población, la mayoría de la cual vive en una pobreza extrema, no podía acceder ni siquiera a los servicios públicos más básicos sin pagar un soborno.
El ejército afgano, compuesto oficialmente por 300.000 soldados, estaba lleno de «soldados fantasma»; es decir, soldados que solo existen en el papel como un medio para canalizar dinero a los bolsillos de los comandantes y a las élites locales. Al final, su función real nunca fue más que un disfraz para el imperialismo estadounidense. Donde logró operar, fue visto con mucha más frecuencia como una fuerza de ocupación que como un ejército nacional. No es de extrañar que un edificio tan podrido, una vez abandonado por el imperialismo estadounidense, se derrumbara de una sola patada.
Las masas afganas odian a los talibanes. Pero, por otro lado, nadie creía en el régimen corrupto impuesto por Estados Unidos, y ciertamente nadie estaba dispuesto a arriesgar su vida para salvarlo. Por el contrario, las fuerzas del Talibán están compuestas por fundamentalistas islámicos fanáticos y endurecidos, para quienes morir como un mártir es el premio más alto.
Este movimiento reaccionario ha sido apoyado y alimentado durante décadas por la clase dominante paquistaní, que históricamente ha querido dominar Afganistán. Recientemente, sin embargo, también ha disfrutado de un apoyo cada vez mayor de Irán, China y Rusia, todos los cuales desconfían de la creciente inestabilidad que había implícita en la retirada del poder estadounidense.
Esto ha ayudado a los talibanes a ganar más impulso. Estas potencias tienen como objetivo domesticar de alguna manera a los islamistas ofreciéndoles incentivos económicos y políticos para que restringan sus actividades dentro de las fronteras de Afganistán. Pero esto no resultará ser necesariamente una hazaña simple. Los talibanes no son un movimiento centralizado; tampoco está dirigido por hombres racionales que puedan ser fácilmente controlados. El imperialismo estadounidense ha tenido varias experiencias de primera mano para convencerse de este hecho.
¿En quién se puede confiar?
El cinismo del imperialismo occidental queda expuesto a la vista de todo el mundo. Las mismas personas que día tras día hablan de los llamados «valores occidentales», como la «democracia» y los «derechos humanos», ahora se están retirando de Afganistán y dejan a sus ayudantes locales a merced de una banda de bárbaros atrasados. El Ministro de Defensa del Reino Unido ha expresado su tristeza porque «algunas personas no volverán» mientras Gran Bretaña intenta evacuar a sus propios ciudadanos y a algunos de los afganos que colaboraron con sus fuerzas. Mientras “ayudar a la gente” significaba bombardear e invadir una nación pobre, no se escatimaron recursos. Pero se traza una línea cuando «ayudar a la gente» significa asegurar la vida de las personas para ayudarlas a huir de un régimen asesino.
El imperialismo estadounidense y las fuerzas de la OTAN que lo apoyaban invadieron Afganistán prometiendo erradicar el fundamentalismo islámico y construir una nación moderna y democrática. Veinte años después, tras gastar billones de dólares, perderse cientos de miles de vidas y devastar a una generación entera, Afganistán no está ni un centímetro más cerca de estas promesas. Después de haber devastado el país durante 20 años, estos cobardes ahora huyen finalmente con el rabo entre las piernas, dejando al pueblo afgano a merced de los locos talibanes. Por esto merecen ser eternamente maldecidos por las masas trabajadoras en todas partes.
Las masas afganas no pueden depender de ninguna de estas potencias. Tampoco pueden depender de las clases dominantes de China, Rusia, Irán ni de ninguna otra potencia que acecha en las sombras tratando de influir en la situación actual del país. Solo pueden depender de sus propias fuerzas, que una vez movilizadas, son mucho más grandes que cualquier ejército. Esto ha sido probado a lo largo de su historia.
El pueblo afgano ha vivido los momentos más duros, pero una y otra vez se ha levantado sobre la espalda de la adversidad más terrible. Tenemos plena confianza en que se levantarán una vez más y limpiarán su país de todos los matices de oscurantismo, reacción e imperialismo.