Después de dos semanas de agitación reaccionaria en las calles y en los despachos de la judicatura, finalmente ha aparecido el llamamiento abierto al golpe de estado. Un grupo de cincuenta oficiales retirados, con antecedentes por pronunciamientos similares, han hecho circular un manifiesto en el que llaman a las Fuerzas Armadas a “destituir al gobierno y convocar nuevas elecciones”.
Este llamamiento, si bien caerá en oídos sordos, es lo suficientemente grave como para que los sindicatos de clase y la izquierda, parlamentaria y extraparlamentaria, se decidan de una vez a movilizar a su base social frente a la reacción, la cuál no tiene más fuerza que la que le conceden los dirigentes de las organizaciones oficiales de la izquierda y del movimiento obrero con su inacción.
De la agitación en la judicatura al llamamiento golpista
Desde que se conoció el acuerdo entre el PSOE y Junts para la investidura y que éste incluía la amnistía para los encausados por el Procés, verdadero anatema para la derecha, los pronunciamientos desde la judicatura se han ido sucediendo y subiendo de tono. Aun antes de conocerse el anteproyecto de ley de amnistía, todas las asociaciones de jueces, desde la derechista Asociación Profesional de la Magistratura (APM) a la “progresista” Jueces para la Democracia, cargaron contra la amnistía y, en particular, contra la inclusión en la ley del llamado lawfare; esto es, la fabricación de procesos judiciales para atacar, en este caso, al independentismo catalán.
Es evidente para cualquier observador que dicho lawfare, dicha intervención política de la justicia, en efecto se ha producido, y no sólo contra el independentismo catalán, sino contra Podemos en su día y también contra trabajadores y jóvenes como los Ocho de Altsasu, como bien recordó Gabriel Rufián en el debate de investidura. Finalmente, el anteproyecto de ley de amnistía dejó fuera el lawfare, tratando de contener a los jueces y de evitar un enfrentamiento mayor con el aparato del Estado. Pero, fuera de Jueces para la Democracia, el resto de asociaciones judiciales han continuado con la agitación contra la amnistía, incluyendo concentraciones frente a las sedes judiciales.
De los pronunciamientos de los jueces toman los militares retirados buena parte de los argumentos para su soflama golpista. Éste no es un detalle menor. Más que de una conspiración, tenemos que hablar de una comunión de intereses y de un común origen de clase. Estos señores proceden de la misma clase, frecuentan los mismos restaurantes, clubes y lugares de diversa reputación, y por encima de todo defienden fieramente sus propios intereses de casta.
El manifiesto golpista que ha sido destapado el 17 de noviembre por el medio digital InfoLibre, ha sido promovido por la llamada Asociación de Militares Españoles, que agrupa a oficiales retirados de ultraderecha y que, ya en 2018, publicaron un manifiesto en defensa de la dictadura franquista. De dicha asociación forman parte los famosos oficiales de la XIX promoción del Ejército del Aire, que saltó a la fama en 2020 al filtrarse un chat privado en el que defendían, además de otras bravuconadas fascistas, que había que “fusilar a 26 millones de hijos de puta”. Dicho caso no ha tenido consecuencias penales ni, por supuesto, disciplinarias, al estar sus autores fuera del servicio activo.
Según El País, el manifiesto golpista no ha sido bien recibido por la oficialidad en activo. Pero esto no tiene que ver por su mayor apego a la democracia. El periodista Miguel González cita incluso, de forma temeraria, al general de división retirado Rafael Dávila como ejemplo de oposición al alzamiento propuesto por la AME. Pero un vistazo superficial al blog del general Dávila nos ofrece un contenido no menos inquietante que el del manifiesto golpista.
En lo hondo de la casta militar española anida el mismo espíritu revanchista y el mismo odio al pueblo que la impulsó al alzamiento de 1936. Si, en este momento, no están dispuestos a dar ese paso no es por convicción democrática, sino por la fuerza incomparablemente mayor de la clase obrera y por la debilidad manifiesta de la base social de la reacción a día de hoy.
Habrá quienes quieran ver en el ceño fruncido del rey durante el juramento de Sánchez un indicio de la ruptura institucional. Es evidente que Felipe VI necesitaba mostrar un gesto claro de complicidad con la reacción, que es el único sector de la sociedad donde el apoyo a la Corona es total. Pero también es cierto es que todas las cabezas pensantes de la burguesía y del aparato del Estado están tratando de reconducir la situación. En su editorial de la mañana del 17 de noviembre, El País recomienda al gobierno que busque una “mejor interlocución con el universo, tradicionalmente conservador, de los altos funcionarios del Estado, llamados a aplicar desde la Administración las políticas públicas impulsadas por los poderes legislativo y ejecutivo”. Todos tienen miedo a que cualquier paso en falso desencadene una explosión.
Hay que responder en la calle a la reacción
La clase obrera está contemplando con estupor cómo, día tras día, se permite a la pequeña burguesía reaccionaria y a bandas abiertamente fascistas y nazis enseñorearse de las calles y atacar las sedes del principal partido del gobierno y viga maestra del régimen del 78. Tiene que contemplar, asimismo, cómo desde la tribuna del Congreso la extrema derecha hace llamamientos apenas velados al golpe de estado. Pero lo más importante es que la clase obrera ya se está cansando de ser un espectador pasivo.
No podemos exagerar el papel de las escuadras fascistas ni su verdadera dimensión. Históricamente, el papel de la agitación fascista en España ha sido siempre el de preparar el terreno para el golpe de estado militar. El fascismo español careció siempre de la fuerza y la base social necesarias para imponerse, quedando reducidos desde el principio a una mera fuerza auxiliar del bonapartismo castrense.
Lo que fue una tragedia en 1936 y un drama en 1981, es hoy simplemente una farsa, con las escuadras fascistas reducidas a meros grupos de agitación callejera, muchas veces enfrentados entre sí e incapaces de imponerse físicamente incluso a las organizaciones de la izquierda extraparlamentaria. Más allá de que no puede dar un paso serio sin el amable permiso de la policía, que los tiene infiltrados hasta los tuétanos, algunos por verdadera devoción. Y, lo que es más importante, ni la Corona ni la Junta de jefes del Estado Mayor quieren ni oír hablar, en estas condiciones, de una aventura golpista cuyo resultado más previsible sería el de una respuesta decidida de la clase obrera que terminaría por dar al traste con el régimen del 78 en su conjunto, derribando a la monarquía en primer lugar.
Sin embargo, por débiles y aislados que estén los golpistas, mal haríamos en conformarnos con esta circunstancia y fiarlo todo a la capacidad del aparato del Estado para autorregularse y aislar a sus elementos más extremos. Cada palmo de terreno que regalemos a los reaccionarios debilita la posición de la clase obrera y acerca a la derecha a su objetivo de acrecentar su campaña desestabilizadora para apoderarse del gobierno a como diere lugar.
Es por eso que el movimiento obrero tiene que ponerse ya en marcha para expulsar de la calle a las escuadras fascistas y a la chusma reaccionaria de todo tipo y demostrar su fuerza superior con una gran movilización en Madrid, y en otras capitales importantes, a la mayor brevedad posible. El movimiento debe, asimismo, asegurar la defensa de los locales de las organizaciones de izquierda en todos los municipios, prestando más atención a aquellos que, a buen seguro, no van a contar con la misma protección policial que la sede central del PSOE. Por encima de todas las diferencias que nos separan a los comunistas de la socialdemocracia o de cualquier otra tendencia de la izquierda, se impone la máxima unidad en la acción para derrotar a la reacción. Una vez que la clase obrera se pone en marcha, si está unida y movilizada, no hay fuerza que la pueda parar.